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UN RECUERDO AL DERRUIDO MONASTERIO DE SAHAGÚN

Nadie al contemplar las ruinas del antiguo Monasterio benedictino de Sahagún creerá seguramente la extraordinaria grandeza de esta casa,

cimentada con la sangre de dos mártires y que tanta importancia alcanzó desde sus principios, conservándola  en gran parte hasta los comienzos de la edad Moderna. La fundación del Monasterio conocido con el nombre de San Facundo (Sahagún) y antes con el significativo de “Domnos Sanctos” se remonta al año 872, bajo el reinado de Alfonso III el Grande, el cual no solo costeó su primitiva fábrica, sino que destruida ésta por Abu Walid, la restauró y aumentó sus rentas en 905, con la con la donación de las tierras que se extienden en su derredor a más de dos leguas de Norte a Mediodía y más de una de Oriente a Poniente. Más tarde, como dice un ilustrado literato contemporáneo “con las incesantes donaciones de reyes e infantes, de condes, damas y Obispos, y con la devoción de los fieles al Santo lugar, donde suspiraban por ser enterrados, antes de un siglo vino a ser Sahagún el más poderoso de los Monasterios del Reino”. Lo mismo Alfonso IV que Ramiro II; Alfonso V que Bernardo III y Fernando I le concedieron con largueza verdaderamente recia inmunidades y privilegios, llegando en el siglo XI a tan alto grado de esplendor que la jurisdicción de su Abad se extendía sobre más de noventa Monasterios. La decidida protección de Alfonso VI y las prerrogativas que hubo de alcanzarle de la corte romana su Abad Bernardo, después Arzobispo de Toledo, Primado de la Iglesia Española, vinieron a colocarle en esta envidiable situación, merced a la cual consiguió el “Cluny” español. Desde el desdichado matrimonio de Doña Urraca con Alfonso el Batallador empezaban a eclipsarse las glorias de esta Santa Casa, foco de piedad y de doctrina, pues las revueltas civiles que sin cesar atormentaron el reino, los bandos de magnates y el furor de la desmandada soldadesca fueron causa de que los burgueses, gente levantisca, apoyados por los aragoneses, se emancipasen de la autoridad paterna del Abad, sufriese el monasterio la devastación de sus propiedades y el despojo de sus más preciadas joyas y quedase convertido, de lugar de retiro y oración en guarida de malhechores. Con la proclamación de Alfonso VII cesaron los disturbios y el monasterio recobró su antiguo señorío, si bien la actitud siempre hostil de los burgueses, hizo que los reinados siguientes se reprodujeran los conflictos hasta el tiempo de los Reyes Católicos, en que fue incorporado aquél a la Corona.Las pocas y trazadas ruinas que todavía se conservan de este célebre Monasterio, están demostrando con su abigarrada variedad de estilos las fases porque hubo de pasar su fábrica en el decurso de los tiempos: Antiguos paredones, portadas jónicas, ventanas románicas, cornisas grecorrománicas, ajedrezadas molduras o esmaltadas de florones, todo se encuentra mezclado allí y confundido como en informe amalgama. Dos terribles incendios ocurridos en 1812 y 1835, respectivamente, destruyeron el edificio y con él las obras de arte que atesoraba, siendo de deplorar especialmente la pérdida de la primorosa sillería del coro, tallada en nogal a mediados del siglo XV, y la de dos retablos, el mayor dedicado a los Santos Patronos Facundo y Primitivo y el de San Benito, atribuidos al famoso Gregorio Hernández. De sus numerosos sepulcros de Reyes y Abades, apenas si queda hoy más que el recuerdo. Alguna capilla, como la de San Mancio, de una sola nave compuesta de tres bóvedas de arcos cruzados, la de Santa María cerca del crucero, ambas de estilo románico, y las góticas de San Miguel y San Jerónimo, llamaban justamente la atención por sus bellas proporciones. La custodia afiligranada que en los primeros años del siglo XVI trabajó para este templo el platero Enrique de Arfe, abuelo del célebre Juan, se conserva por fortuna en la Capilla de San Juan, Patrono de la Villa.

 

 
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