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LAS FIESTAS DE LA MATANZA EN CASTILLA Y LEÓN

En el mundo rural la matanza arreglaba el año culinario del labrador. El cerdo se criaba con esmero y cariño, se cuidaba como la más

principal importante de las reses domésticas y se engordaba a placer. Consumía parte de los desperdicios caseros. Se engordaba con pienso, patatas, productos de la huerta, etc... en una alimentación que hoy llamaríamos equilibrada para producir buena carne y mejor tocino. En épocas de carestía se hacía todo lo posible porque llegara a buen pues de él dependía la subsistencia familiar. El campesino lo encomendaba a San Antón, su patrón natural, para protegerle de pestes y males. Se mataba un cerdo o dos por familia, y en caso de pobreza incluso un cerdo a medias para dos familias según la disponibilidad económica de la casa, porque su consumo se encogía o estiraba según las posibilidades de cada uno. Ya lo dice el refrán: «Leña y matanza según la que haya se gasta».

La matanza era un acto social que involucraba a la familia extensa, que acudía en masa a colaborar, como había hecho en otras ocasiones, en las vendimias y otras faenas en las que había que arrimar el hombro. Este evento lúdico era propicio para devolver favores recibidos en contextos laborales. Hasta los niños tenían vacaciones porque se consideraba que era una celebración familiar. Fue siempre fiesta de abundancia, de grandes pitanzas que comenzaban ya de mañana, antes de sacar al animal de la pocilga, «echando la parva» que consistía en unas copinas de aguardiente y dulces que la hacendosa ama de casa había horneado para la ocasión. A media mañana y después de sacrificado el cerdo, se continuaba con el almuerzo. La comida era pantagruélica y la cena no andaba a la zaga, por eso un refrán no exento de picardía decía: «Tres días hay en el año / en que se llena la panza / Jueves Santo, Corpus Cristi y el día de la matanza».

Las fechas idóneas para el sacrifico del cerdo abarcan desde San Martín (11 de noviembre) hasta finales de febrero, porque los fríos y heladas ayudan a curar los productos. La víspera, el matarife y los ayudantes lo dejaban todo preparado. Al día siguiente, poco después de salir el sol, los más forzudos tumbaban al puerco en el banco y lo mantenían bien sujeto para que el matarife pudiese hacer su labor. Un buen sangrado era garantía de la conservación de la carne en los futuros jamones y embutidos. La dueña de la casa se encargaba de recoger la sangre, y batirla para preparar las sabrosas morcillas.

Sacrificado y bien sangrado el cochino se procede a chamuscarlo. Primero se coloca espatarrado boca a abajo y se le cubre con pajas largas u otros vegetales que ardan bien y levanten buenas llamaradas para quemar las espesas y largas cerdas del animal. Cuando está negro por un lado se da la vuelta y, ahora panza arriba, se continúa con la misma labor de colocar las pajas y encender sobre la tripa, pero con cuidado de no dañar el tocino, más delicado en esta parte. Consumida la hoguera, los hombres, sirviéndose de tejas partidas, guadañas desgastadas y cualquier utensilio que sirva al efecto, raspan la piel para quitar lo mayor. Para una segunda pasada utilizan cuchillos cortos que raspan todos lo residuos hasta conseguir una piel tersa y limpia, la de los futuros torreznos.

A continuación, se vuelve a colocar al gocho en el banco boca arriba. El matarife, lo abre en canal, con precisión y maestría. Se trata de no dañar las entrañas, porque las tripas servirán para llenar las morcillas y los chorizos más apreciados. La vejiga, que el director separa con cuidado, es para los niños. Convenientemente curtida, se hincha con un paja larga de centeno y se convierte inmediatamente en un juguete infantil. Otras veces servía para las zambombas de navidad o como arma ofensiva de las máscaras fustigadoras que tanto abundan en el periodo navideño sobre todo en el noroeste. El cerdo, abierto en canal, se cuelga por el hueso que une los jamones para que acabe de drenar la escasa sangre que le queda y se enfríe. Así permanece hasta el día siguiente en el que el maestro de ceremonias comienza su labor de destazado, separando los lomos y solomillos, el tocino en hojas que después se salarán para que aguante, aparta la carne que adobada se prueba como picadillo y con ella se llenan los chorizos. Los jamones que se salan y adoban según recetas que se transmiten de padres a hijos. Para las morcillas, además de la sangre y las especias, hay que picar mucha cebolla. Un auténtico sacrificio porque las lágrimas de los cortadores saltan al primer tajo y no desaparecen hasta que no concluye la labor.

Era costumbre chamuscar el gorrino a la puerta de la casa, en la calle, a la vista de todos. Ello daba pie a conversaciones sobre la categoría de animal y apuestas sobre sobre el posible peso. Pero esta tradición tiene un significado más profundo. Nació y se desarrolló en un contexto de intolerancia religiosa. Los que no comían cerdo eran sospechosos de judaizantes, o de moriscos que no habían renunciado a la religión del Profeta. Por eso se procuraba hacer ostentación de su consumo.

La matanza ha sido la fiesta de la sociabilidad por excelencia en la que se hacía partícipes también a amigos y vecinos con los que se mantenía una relación especial. Había una redistribución de los productos del cerdo. Los más perecederos, hígado, bofes y sangre cocida se regalaba a algunas casas determinadas de las que se esperaba la misma reciprocidad en su matanza. Un camino de ida y vuelta, un «do ut des» que contribuía a crear redes de amistad y solidaridad o reforzar las ya existentes. En las matanzas no existía igualdad de género. A las mujeres les tocaba la peor parte. Se encargaban de picar la cebolla para las morcillas, pero sobre todo lavar las tripas y quitar las pequeñas adherencias de grasa. 

Esto lo hacían cuando no había agua corriente, en el río o en algún arroyo con el frío invernal metiéndose hasta los huesos y ateridas de frío, aguantaban toda la faena. Concluida ésta se entonaban con caldo o vino caliente especiado.

Las fiestas de la matanza que hoy son un reclamo gastronómico y turístico, son una nueva interpretación de la costumbre nacida de la necesidad de abastecer las casas campesinas para todo el año. Las actuales, aunque se basan en la muerte del guarro, son aparentemente incruentas. Suelen comenzar con el chamuscado del cerdo, continúan con el despiece, pero la participación más activa está en el comensalismo, en la degustación de un gran número de platos que tiene como base los más variados productos del gocho. Es la exaltación turística de un tipo de gastronomía que cada vez está más de moda.

Cada año son más los lugares que ofrecen la posibilidad de «revivir estas escenas antañonas». A la idea que desarrolló el Hotel Virrey Palafox en el Burgo de Osma, de hacer de la matanza un motor económico y gastronómico se han unido posteriormente otros restaurantes por toda la Comunidad autónoma, muchas villas y alguna ciudad que organizan sus peculiares matanzas en un intento de acercar tradiciones rurales a las urbes. Pero los pueblos, además de recuperar la matanza como gastronomía, la muestran contextualizada en las tradiciones típicas de cada lugar. Así Tiedra en Valladolid, Gotarrendura (Ávila), La Sierra de Francia en Salamanca o Riaño en León, son apenas unos ejemplos de los innumerables lugares donde se ha recuperado la tradición en clave identitaria local, y con el propósito de potenciar la cultura tradicional

Fuente: José Luis Alonso Ponga. Heraldo-Diario de Soria

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