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Los franceses, dueños de Sahagún

Hasta el mes de agosto de 1809, gozó Sahagún de relativa paz, porque las guerrillas de Porlier se habían hecho dueñas de la situación, sin que los ejércitos franceses se

atrevieran a incursionar en la Villa por temor a caer en la red de sus estrategias militares, siempre inesperadas y siempre renovadas. Pero al tener que marchar con sus voluntarios y el regimiento de Cangas de Onís a la liberación de Santander, un buen día de agosto se presentó en Sahagùn el general Tourniers para escarmentar sus pagos con los desmanes que habían sembrado de deshonor los alfoces de Carrión. Apenas tuvieron tiempo los monjes de poner a salvo la custodia de Arfe, el arca de plata que guardaba las reliquias de San Facundo y San Primitivo y algunas cosas de valor, ocultándolas en una finca de don Andrés Arias, cuando en la abadía se hizo presente el general francés.

Sin el menor respeto y por la fuerza asaltó los reductos monacales, haciendo de la Cámara abacial su despacho de órdenes. Pidió a Fr. José Sáenz de Escalona los tesoros que ocultaba y la suma de 800.000 reales que necesitaba. Y, al responderle el abad que todos sus caudales habían sido saqueados ya por los franceses de Douville en dos oportunidades –careciendo al presente de lo más necesario para subsistir-, ordenó al capitán de su guardia que le encerraran prisionero en un sótano de la abadía, mientras –uno a uno- iban desfilando ante su presencia todos los demás monjes, sin que pudiera obtener otra respuesta. Todos quedaron presos, al tiempo que los soldados les colmaban de insultos y malos tratos; y Fr. Bernardo Delgado –maestro de obras del monasterio-, quien por condenar las sacrílegas depredaciones perpetradas anteriormente por las tropas de Douville, fue condenado a morir ahorcado en el propio oratorio del abad. Dieron luego rienda suelta los soldados a sus ambiciones de saqueo, robando vasos sagrados, decapitando imágenes e incendiando altares. En las bodegas de la abadía, después de emborracharse, rompieron a hachazos cubas y toneles, al tiempo que deshacían las redomas de la botica y quebraban en la panadería hornos y padillas. Como última medida, ordenó Tourniers que fueran llevados los monjes maniatados ante el comandante Baillu, quien les amenazó con la horca si, en el plazo de veinticuatro horas, no entregaban la cantidad pedida.

Entretanto, había el general mandado al capitán de la guardia de París –nos sigue relatando el P. Wilibaldo- que cumpliese igual misión en el convento de San Francisco. A pesar de ser más humano que Tourniers, no pudo impedir que sus tropas – después de saquear despensas y bodegas- se ensañaran con el hermano lego Fr. Felipe Merino, a quien tres sablazos en la espalda pusieron al borde de la muerte. Fueron luego conducidos –de dos en dos- a la abadía de San Benito para un último interrogatorio por el general Tourniers. El padre guardián, Fr. Blas Labrador, respondió con humildad que, viviendo como Vivian de limosnas, ni tesoros tenían en su poder, ni los necesitaban, por más que también el general Douville se había apoderado ya de los pocos dineros que el convento tenía de fundaciones y misas. Convencido Tourniers de su veracidad, les hizo retornar a su guardianía, aunque en calidad de rehenes, por cuanto le constaba que –en pasadas revueltas- habían dado muerte a varios soldados franceses, lo que reverentemente negó el P. guardián. No obstante, presos hubieron de quedar los franciscanos de Sahagún, mientras las tropas –ebrias de vino y de saqueo- llegaron a profanar la iglesia, robándole cinco cálices y un copón, al tiempo que por el suelo quedaban esparcidas las sagradas formas, que el capitán se esmeró en recoger y colocar sobre el altar.

Nada de extrañar que también las monjas de Santa Cruz tuvieran que llorar entonces profanado el recinto de su iglesia, mientras en la sacristía una gran hoguera devoraba pergaminos, libros y objetos sagrados, que no saciaban la ambición de los franceses. Y es voz común todavía en el lugar, que un soldado, subido a un tapial del monasterio, alardeando penetrar en él y cometer con las religiosas toda clase de vejámenes, ante un grito inesperado de la abadesa que le recriminaba aquellos procederes, al intentar saltar de la tapia a un corredor, dio un traspiés que le hizo caer a la calle y dar sobre el bordillo de una gran piedra, a cuyo golpe dejó de existir instantáneamente. Y ni los vecinos de Sahagún se vieron libres de atropellos aquel 29 de agosto, cuando las hordas napoleónicas asaltaron casas y corrales de ganado, incendiaron mieses y cosechas, cometiendo toda clase de excesos en doncellas indefensas. Contra lo que clamaron dos honrados caballeros del lugar, cuyos cuerpos fueron colgados de dos negrillas del Plantío –junto al Puente Canto de la Villa-, siendo luego tiro al blanco de mosquetones y arcabuces. Pero la represalia no se hizo esperar por parte de algunos jóvenes, que –más tarde- engrosarían las filas guerrilleras de El Marquesito; ya que, al día siguiente, cuando las fuerzas de ocupación francesa iban a tomas los caminos de Grajal, al pasar lista a sus soldados el general Tourniers, echó en falta a ocho de ellos, cuyo paradero fue imposible averiguar.

El día 2 de septiembre de ese mismo año 1809 se supo en Sahagún del decreto de José Bonaparte –el rey francés intruso en Madrid- por el que quedaba suprimidos todos los conventos de España. No acobardaron sus incisos a los benedictinos y franciscanos de Sahagún que estaban dispuestos a no abandonar sus claustros, como no fuera a la fuerza y por la fuerza pública. Por más que ya atisbaban aquellas medidas, cuando –a los pocos días- franciscanos y benedictinos de Valladolid y de Palencia pasaron por la Villa, buscando albergue entre familiares y amigos. Efectivamente, a últimos de diciembre volvían los franceses a ocupar la ciudad de León, con el conde de Montarco al frente; y, el día 27 se presentó en Sahagún don José de Azcárate con una compañía de soldados de caballería y otra de infantería, intimando a los monjes de San Benito y a los frailes de San Francisco a que, en el plazo de cuatro días, debían abandonar sus respectivos conventos, despojados de hábito talar. El comisionado, bajo su responsabilidad, les prolongó aquel plazo por otros quince días, a los efectos de que pudieran adquirirse la conveniente indumentaria civil; y, el día 11 de enero de 1810, abandonaban los franciscanos su casa religiosa, yendo a servir unos como coadjutores de algún sacerdote conocido, otros a sus pueblos de origen, quedando tan solo tres legos en la Villa en el domicilio de don Juan Rojo y Camiña, párroco de San Tirso, en el del presbítero don Juan Muñiz y en el del rico propietario de Sahagún don Andrés Arias. El 18 de enero hacían lo mismo los benedictinos, yendo a morar en los prioratos de Santervás, Villada, San Mancio, Villavicencio y Valdelaguna.

Quedaron abadía y convento deshabitados, ofreciendo sus torretas el desolado espectáculo de sus heridas sangrantes por saqueos y llamaradas, al tiempo que a los desaprensivos y aprovechados se les presentaba como botín –a ultranza- de asaltos a hurtadillas. Sobre ello y en octubre de ese año, un comandante francés de la tropa que en León comandaba Labordiére, al frente de 20 saldados, hizo prender fuego al paño norte de la abadía de San Benito; y, temiendo los vecinos de Sahagún que se perpetrara igual desmán en el convento de San Francisco, sacaron en procesión a la Virgen Peregrina desde aquel Santuario, hasta dejarla custodiada en la capilla de San Juan de Sahagún.

Durante el año 1810 y después de que el general Junot rindiera nuevamente la plaza de Astorga –a la que pasó la prefectura y la capitanía general, dejando a León tan solo con el rango de subprefectura –las exorbitantes contribuciones a que el reino de León fue sometido, también se proyectaron sobre los habitantes de Sahagún. Protestaron aquel impuesto las clases acomodadas del lugar –no muchas- y también las no pudientes, cuyo trabajo y prestaciones personales fueron consideradas como botín de guerra. Todo había resultado en vano, siendo entonces cuando un destacamento de 500 franceses convirtió el convento de San francisco en su cuartel, mientras de comandancia general hacía el monasterio de San Benito, siendo su cometido principal vigilar los trabajos del vecindario pobre y las imposiciones monetarias de los pocos ricos, que ciertamente no resultaron cortas, ya que sólo en la capital leonesa se elevaron a la suma de 4.000.000 reales.

Así las cosas, creció tanto el descontento de Sahagún que muchos de sus hombres optaron por engrosar las filas de Juan Diez Porlier, quien –de continuo- volvía a atacar con sus correrías guerrilleras los fortines franceses de León y de Castilla. En el mes de octubre se llegaron a Sahagún, junto a una columna de soldados que comandaba el general Mier, para combatir la compañía acantonada en el convento de San Francisco y desalojar a los franceses de la Villa. Una noche, sorprendió Porlier a la guardia que vigilaba desde el altozano; y, después de amordazarla, comenzó con cortar sigilosamente los tres corpulentos negrillos que protegían la entrada, al tiempo que hacía lo mismo con los que –más al sur- guarnecían portones y corrales, mientras el contingente de Mier se parapetaba tras las tapias y las casas de “El Tejar de Abajo”. Al cambio de guardia, el relevo se percató de lo ocurrido e hizo sonar el clarín de guerra; pero era demasiado tarde. Los franceses, al verse copados entre dos frentes, apenas si tuvieron tiempo para hacerse en desbandada por los barriales del camino de Grajal. Más de 100 soldados napoleónicos quedaron muertos en la huida, y casi otro centenar sumaron los heridos, mientras que tan solo tres lo fueron en el frente guerrillero español durante la nueva escaramuza del alto de la Peregrina.

El año siguiente y el 1812, solamente sufrió Sahagún –aparte de la gran desolación de la escasez de 1812, el año del hambre- el trasiego incesante de soldados y guerrilleros, hermanados más y más por los lazos de una causa común, que continuamente seguían fatigando a las diezmadas fuerzas francesas que Napoleón había dejado en la Península, después de reducir su contingente bélico para mejor acudir a la guerra con Rusia. Aunque –cronológicamente- habremos de retrotraer los senderos de la historia de Sahagún, para dejar constancia de aquel triste 27 de julio de 1811, cuando el ingeniero Carlos Bazán –pretextando arrojar del convento de San Francisco a una columna francesa que de él había vuelto a hacer su baluarte –más por otro motivo que por interés bélico, torpemente prendió fuego a sus portones, del que tan solo se libraron la capilla de “los Calderón” y la “del Santo Cristo”, más algún que otro rincón conventual. Hazaña triste que en el año de 1812 habría de repetir incendiando otro lienzo, en buen estado de la abadía de San Benito. Y así quedaron ambos reductos monacales de Sahagún, abiertos de par en par, a la rapiña y al saqueo de gente aprovechada que se llevó hasta las puertas y ventanas, algún tiempo después vistas en pueblos aledaños.

Tal es el relato condensado que nos teje el P.Wilibaldo de por aquellos días. Del que transcribimos el decir de aquella copla –hoy casi olvidada por Sahagún- que, durante muchos años, así fue cantando modos de ser y malversaciones culturales y cultuales de entonces:

En San Benito dan vino,

en San Francisco dan pan,

en las casas un ochavo,

¿quién nos manda trabajar?.

Y aquí ponemos punto final a las gestas del presente capítulo. Pues el término de la guerra de la Independencia se acercaba a su desenlace, ya que a los desastres franceses por los campos de Rusia en 1812, pronto se sumarían los que en España iban cosechando sus frentes –con la ayuda ahora de Lord Wellington- por Talavera, Ciudad Rodrigo y los Arapiles, poniendo de manifiesto un fracaso, una desorganización y una debilidad, nunca imaginadas por Napoleón.

(Juan Manuel Cuenca Coloma. Sahagún Monasterio y Villa 1085-1985.- Págs. 368 a 372)

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